CRITICA
Ana María Rueda ha venido ocupándose de los elementos
de la naturaleza: agua, fuego, aire. Los ha adoptado como argumentos y
los ha hecho existir a través de formas reconocibles o sugeridas. Esos
idearios se han convertido en fuentes de energías para conceptualizar
en torno a la existencia del hombre.
Desarrollando la idea de lo intangible, lo transparente
y lo voluble, sus pinturas actuales aspiran a comunicar emociones sutiles
a través de la evocación del aire como problema. En ese empeño sus cuadros
hacen parte de una totalidad fraccionada. Ella los ha diseñado para ocupar
el espacio de la galería obedeciendo a su arquitectura y sacándole partido
al espacio y a la luz. Este doble proyecto formal y conceptual lo ha titulado
Resonancia, indicación que alude a un ejercicio pictórico que no desea
ser un fin en si mismo, si no más bien un medio para hacer reflexionar
en el entorno natural y alrededor de un arte que produce sentido y genera
expectativas.
Las obras se arman usando imágenes vegetales y disponiéndolas
dentro de espacios flotantes. Un parco y fino color emite sugerencias
en una atmósfera que desea ser solamente evocación y no la definición
totalizadora de algo junto. Los trabajos se interrelacionan en su voluntad
formal y cromática a tiempo que remiten al sonido imperceptible del aire
como presencia.
Miguel González
Tomado del Folleto: Galería Garcés Velásquez - 1994
Ningún arte como la pintura refleja con tanta fidelidad
los signos que presiden una época, sus vagos temores, su incancelable
esperanza, el tránsito aciago de los hombres que la viven, los perfumes
y temporales que la recorren. Desde luego, ello no quiere decir que esta
sea la condición esencial de la pintura. Hasta un marxista sabe que es
en el cerrado orden estético que los preside donde el cuadro, el grabado
o el dibujo alcanzan la condición de perdurables.
La pintura no es testimonio, ni debe ser ésta la razón
esencial de su existencia. Pero, sin quererlo, nos trae irremisiblemente
el aura, la voz, casi, del tiempo que la vio nacer. Ningún gran artista
escapa a esta condición de testigo. Cezanne, que luchó toda su vida por
dejar en la tela nada más que colores y formas, despojados por entero
de su posibilidad de representación, en ese mismo intento está poniendo
en evidencia un propósito que Mallarmé en la poesía y Debussy en la música
buscaban con idéntico empeño: liberar el arte del peso de materias extrañas
y dejarla flotando en un ámbito de la más absoluta gratuidad.
Ana María Rueda, con perfecto dominio de los elementos
puramente estéticos y formales que presiden el acto de pintar, nos deja,
sin proponérselo siquiera, una imagen del presente inmediato de una desoladora
elocuencia. Sobre los sombríos fondos de mañana de patíbulo, formas hirientes,
desgarrantes, ávidas de muerte, se abren paso con lentitud apocalíptica
hacia una total devastación. La artista parece haberse entregado, con
una disponibilidad, de vidente, a las ciegas fuerzas que le dictan esa
escritura que nos recuerda, con fidelidad de anatema, el "Mane Tekhel
Upharsim" que viera Baltazar en medio del festín que cancelaba su
vida.
En los cuadros de Ana María Rueda está presente la más
palpable y desnuda imagen del presente de su patria, Demás está repetir
que no es esta la virtud capital de los cuadros que reúne en esta exposición.
En ellos hay, primero y antes que cosa alguna, un oficio bien servido,
un dominio de formas y colores, que, por sí mismos, le otorgan validez
a su trabajo. Pero esta diestra artesanía nos está contando, además, una
historia que nos deja a la entrada de un Juicio Final sobre el cual es
mejor guardar un silencio de condenados.
Alvaro Mutis
Tomado del Folleto: Galería Garcés Velásquez - 1989
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Ana María
Rueda
Ni Primitivista
ni abstracta.
Toda su pintura esta en un límite poético
de los dos lenguajes
por Fausto
Panesso
Erase una joven que desde muy
niña sintió la pasión de la pintura. Era el primer momento, el orden natural
de las primeras búsquedas, de los primeros afianzamientos. Luego vino
el proceso, el entrar a una Academia, enfrentar la hoja en blanco y aprender
a perderle el miedo a esa hoja manchándola, agrediéndola con la forma.
Mirar... ver... pintar... comenzar a "hacer la valija" de todo un arsenal
de fórmulas para defenderse del arte. para "ejercerlo''. Luego el viaje,
un boleto rectangular que dice París. y que más que una ciudad-mito para
un artista. conforma el siguiente paso del itinerario de su búsqueda.
la nueva Academia, montones de ejercicios con modelo al frente, como una
montaña a conquistar; carboncillos, sanguinas. lápices, color: tarea,
eso que en suma se llama el aprendizaje. De repente un bello accidente.
La oportunidad de irse lejos de todo, dejar la ciudad, dejar París. Irse
al campo. Huir del pequeño cuarto, en la rue-tristeza, a una inmensa y
solitaria casa, como pintada en medio de un cuadro impresionista de la
campiña francesa. De nuevo valijas, echar a andar. Lo que nunca supo Ana
María Rueda es cómo quedaron atrás, al vaivén del viento, las miles de
hojas con ejercicios figurativos que le imponía la Escuela de Arte. Ahora
estaba sólo el bosque, y la niña de nuevo perdida en él. Era la cita que
había siempre buscado, en todo el proceso de su creatividad: el paisaje,
tan sólo como sensación cromática; el color finalmente había dejado de
ser apenas una anécdota ilustrativa. Si usaba el verde (por citar alguno)
ya no describiría el árbol, capturaría su síntesis. Y el azul, ya no "pintaría"
el agua, sino que en el trazo rápido de su pincel sobre el lienzo, evocaría
su fluir, denso, sinuoso y continuo...
He querido contar esta historia,
tal y como ella misma, Ana María Rueda, la narra. Porque a mi entender,
esta narración describe ampliamente el paso natural de una pintora, que,
sumida en un aprendizaje netamente figurativo, va abriéndole paso en su
subconsciente, a una de las vocaciones más decididamente abstractas de
nuestra plástica reciente. De su rebelión contra la absoluta figuración,
lo que surge es su negación a aceptar las fórmulas y los clichés con que
se dota al artista en la Academia, adormeciendo toda su creatividad propia.
De ahí que de un modo simple, se lance, liberadoramente, sin traumas,
ni intelectualismos de respaldo, a pintar, no ya lo que ve, sino cómo
lo ve y presiente. Basta de pintar lo real para intentar, en cambio, atrapar
su esencia y su síntesis. Sin duda, para lo primero, basta sólo el oficio...
Para la nueva tarea, valerse de la vibración del color y de su poder sensorial
es el alma del artista, su ojo interior el que debe dar la pelea.
Ahora ella tiene un nombre.
Su obra se encuentra en colecciones privadas, artistas prestigiosos elogian
su trabajo, y galerías de renombre como la Garcés Velásquez le han abierto
sus puertas. Paredes de difícil acceso, como el Museo de Arte Moderno
(para sintetizar un fulgurante itinerario) la presentan con beneplácito.
Sin embargo, el bosque está ahí, habitando saludablemente también la niña
y su caballete. Simplemente caminando con algo de "temor y de temblor"...
lo que quiero decir es que no hay un solo vestigio en sus palabras, en
su actitud, en su modo de ver y hacer la pintura, que esté teñido del
menor envanecimiento.
La crítica, tan dada a encasillar,
tan agobiantemente necesitada de ubicar a un artista en su contexto y
sus influencias, la ha considerado una aventajada discípula del norteamericano
Rotko. De sus mágicas horizontales de color, que se repiten logrando superficies
dramáticas y poéticas. La verdad es que lo conoce bien. Que se le volvió
una emocionada obsesión. Pero que lo conoció, que sintió curiosidad por
él o por Newman, a causa, precisamente, de esa paternidad que le endilgaban
a su trabajo, crítica tras crítica, a raíz de su exposición "Aguas", hecha
hace algunos años. Ahora las "Aguas" han pasado.
El color sigue ahí, habitando
la tela de gran formato, imponiéndose incluso sobre el lienzo crudo, que
es como a veces lo aplica. Un color personalísimo, a base de una pincelada
rápida y larga que va imponiendo su propio ordenamiento a los sentidos,
y que exige del espectador el tope de su sensualidad. Y no puedo menos
de pensar, ahora, en el único cargo que le ha hecho la crítica, evitando
que pase indemne, por el rigor de su Aduana:... "color sucio", ha sido
en su caso la sentencia. Aunque bastaría sólo saber cómo es el proceso
de su construcción; cómo va de un cuadro a otro en un proceso impremeditado
y feliz, para saber que no se puede confundir su crear rápido, sin ningún
engolamiento, con la falta de tratamiento a su propio cromatismo. Ana
María Rueda, es cierto, no se detiene obra a obra, a aquilatar las calidades
del color que trabaja, hasta conseguir sin iguales acabados. Le interesa
mucho más, fiel a la corriente a que pertenece, al expresionismo abstracto,
hacer hincapié en el carácter de libertad experimental al que ha confiado
su obra, más que a un alarde técnico, que la llevaría al mero decorativismo.
Pero si se cediera a la tentación de adjetivar su color, yo sin duda elegiría
el de color joven, para individualizar el suyo, en la perfecta omisión
de armonizar "bellamente" con el decorado de sus compradores posibles...
"... Color sucio, bueno, yo
no lo sé, si alguien lo ve así es sucio para él... para mí es simplemente
mi color, mi tratamiento".
`...Frente a la exposición
de las `Aguas' y mi trabajo actual hay otra cosa. Ese fue un capítulo,
una etapa, al final se me fueron `vegetalizando' las últimas que hice.
Un cuadro lleva a otro y todos ellos me trajeron a lo que hago ahora".
`...Le tengo pavor a quedarme
encasillada en algo que uno ya sabe demasiado, en donde sólo la técnica
predomine sobre la emoción".
"...Siempre he tenido una relación
lejana con el público. Confío sólo en lo que honestamente estoy haciendo.
Pero es que hay tres clases de público: el de los artistas, el de los
compradores y el de los espectadores". "El de los artistas ve la obra
de acuerdo a su formación y a su trabajo. El comprador ve el arte de acuerdo
a sus gustos, a su mundo, a su casa. Pero el más interesante, al menos
el que a mí más me interesa, es el del simple espectador, el universitario,
por ejemplo, que es el más desinteresado, el más desprevenido, sólo ojos
abiertos, a quienes sólo les gusta o no les gusta".
"...Ser abstracto es sentir
los sentidos liberados... es no quedarse en el real visual, es ver a través
de las cosas, es liberar el espíritu".
"... Las `Aguas' son mi telón
de fondo, dibujo libremente, dejando que surjan cosas del inconsciente,
plasmando directamente lo que me va dictando un no sé qué".
Todas estas frases-historia
fueron saliendo, allí, en ese estudio rectangular al que hiere generosamente
la luz, y de un techo demasiado bajo "que me molesta y apabulla". "Este
es un local que curiosamente me persigue. Porque ningún negocio ha funcionado
en él. Ha sido bar, pizzería, qué sé yo... otras cosas... Pero siempre
lo desocupan y yo regreso a él. Porque me es cómodo. Tiene toda la luz
y el silencio que necesito".
Y es cierto. Situado en pleno
tráfago de la Calle 72, por una de esas curiosidades que da el diseño
de interiores, no se oye el menor vestigio de ruido, y el sol de la mañana
entra suave y armónicamente. Y ahí trabaja, siempre a partir de las 8,
hasta las 3 de la tarde, cuando el sol se torna ya áspero, excesivamente
amarillo, abrasadoramente acalorador, y la expulsa, rumbo a la otra cotidianidad:
la del hogar, la de los hijos, la de los libros, el teléfono. En fin,
otras "frecuencias" en las que habita tan armónica y plácidamente como
lo hace en la pintura.
"Mi única obsesión inmanejable
es la de que la noche dura montones, que me roba demasiado tiempo que
podría emplear pintando. Entonces, para mí, amanece muy temprano. Porque
incluso mucho antes de levantarme comienzo a pensar en la faena del día
anterior, y a planear la tarea de ese día. Sólo que, al llegar al estudio,
atrás queda todo lo racional, y comienzo a pintar de un modo rápido e
inconsciente ". Es así como han ido apareciendo esas hojas que apenas
se posan sobre sus "Aguas", y que logran el justo medio entre una pintora
abstracta con atisbos figurativos. Como huellas que, soñadas al amanecer,
se vuelven reales en el día...
Fausto Panesso
Tomado de la Revista
Diners No.215, febrero de 1988
1989 - La Nueva
Pintura
por Plinio Apuleyo Mendoza
ANA MARTA RUEDA
Los símbolos de la vida
Otra vocación ardiente, tras una apariencia
suave y tranquila, a veces soñolienta. La combustión no se advierte en el
primer instante porque arde con sigilo como una llama de gas,
pero existe y está alimentada de tenacidad y ambición y una furiosa
devoción por su oficio.
Ana María Rueda la tiene en grado sumo. Es capaz de encerrarse a pintar
diez o doce horas diarias en una casa de campo, en Francia, sin más compañía
que un termo lleno de té caliente y muchos paquetes de cigarrillo, óleos y
lienzos. Pinta hojas, tallos, espigas, aguas, corolas, semillas: todo un
mundo ecológico, germinal, que ella recoge con un notable sentido de la
síntesis, un manejo castigado del color, en un brumoso límite entre la
figuración y la abstracción, todo a la manera de los orientales.
_Metafísica? Quizás. Su visión, en todo caso, no es anecdótica ni en su
trabajo hay manierismo alguno. Ana María busca las esencias, los símbolos de
la vida, los atrapa, los siembra con delicada firmeza en sus lienzos. Le
interesa ese latido íntimo del mundo vegetal. El se hace sentir en su obra.
Tomado de la Revista Diners No. 227,
febrero de 1989
por Jairo Dueñas
Ana María R ueda es la raíz de sus
plantas,
de sus árboles y de sus flores primitivas.
Ella quiere mostrar, en la Galería Garcés y Velásquez
(1991),
no astromelías, eucaliptos ni rosas,
sino la continuidad de la na turaleza.
Sus árboles, sus flores, sus corrientes
de agua no conforman el croquis de ningún lugar
para ir a almorzar sobre la hierba con Manet. Ella no quiere parecerse a
nada. Es paisajista pero a su manera.
Ana María Rueda nació en Ibagué en 1954, y de sus 37 años, 8 los ha vivido
en Francia y el resto en Bogotá. En 1978, cuando estudiaba en París en la
Escuela Superior de Bellas Artes, pintó sus primeros paisajes con modelo. Y
lo que puso frente al caballete fueron los jardines de su taller en Val Dóre,
los mismos campos de trigo que pintó Van Gogh.
Después se encerró y se obsesionó por pintar sus bolsas llenas de pigmentos
sobre los escaparates. Luego experimentó con el desnudo. Hasta que en 1979
viajó a Colombia y le dio por enfrentarse a las ventanas con barrotes de los
pueblos. "Ese enigma ahí latente, que se crea entre el interior y el
exterior, fue realmente mi primer paso hacia el paisaje".
Fuma cuando conversa. Pero con versar, para ella, también significa
pararse ante sus lienzos. O sea que fuma y pinta 8 horas diarias. Vestida
con una camisa y un pantalón azul cielo que la mimetiza con sus cuadros.
Sólo el humo contamina el tema de sus naturalezas.
-¿Cómo es eso de que pinta sin ver la
naturaleza?
-Me gusta pintar haciendo memoria de ella. Es como un antídoto contra la
descripción excesiva. Me interesa lo esencial de la naturaleza. Las fuerzas
que hay en ella como el fuego, el agua, el aire y la tierra. El hecho de que
no la necesite para pintarla, no quiere decir que me independice de la
naturaleza, porque yo formo parte de ella. Más que de independencia,
hablemos de no condicionamiento.
-¿Qué busca con ese no condicionamiento?
-En el fondo, que mi pintura sugiera pero no explique demasiado, que no
pase por la anécdota, que no cuente cuentos, sino que llegue en forma
contundente. No quiero que mis imágenes se parezcan a nada, sólo que hagan
parte de la naturaleza personal de quienes las vean. Son imágenes arquetípicas.
- Su opinión de los paisajistas de la sabana.
-El paisaje minuciosamente descrito no me interesa. Eso da una lectura
obvia. Al espectador no hay que llevarlo por un
camino fácil hacia la experiencia.
-Una abstracta no tan pura porque en el fondo pinta paisaje.
-Totalmente abstracta! Porque lo que me atrae es la idea que hay detrás
del paisaje. Es la continuidad. El concepto de ritmo, de fluir y refluir del
agua, de la línea del horizonte. Eso es lo que muestro en mi exposición Eterno
retorno. La continuidad se ve en la constante regeneración de la naturaleza.
Las flores brotan, mueren y vuelven, vuelven y vuelven.
-Añoranza de una pintora urbana que trabaja en pleno centro de la ciudad.
-Más bien añoranza de una vida primitiva. Yo
partí de unos paisajes sin árboles ni hojas. Sin forma vegetal reconocible.
Me interesaba sólo el color y el horizonte. Luego entré en el agua. Hace
cuatro años volví a la tierra con formas vegetales no muy elaboradas. Porque
me interesa la imagen más simple posible.
-¿Por qué no la .figura?
-No siento la necesidad de involucrarla en mis cuadros. La naturaleza es
más universal. Además, la presencia humana la pone el espectador que
enfrenta mi obra. Son naturalezas vivas y lo que me interesa son sus
transmutaciones. Siento una fascinación enorme por los frescos egipcios y la
pintura tradicional hindú y sus epifanías vegeta les con un sentido
religioso muy profundo, esa manifestación del cosmos a través de la
naturaleza.
-La naturaleza puede acabarse.
-El hombre está acabando con la naturaleza. Pero ella tiene sus defensas
y de alguna manera va hacia otra par te. En el desierto hay montones de
manifestaciones de vida. El desierto no es una naturaleza derrotada.
Tomado de la Revista Cromos No.3831,
1o de julio de 1991
Agua, fuego y memoria se conjugan en un mismo lugar. Tres
mujeres: Ana María Rueda, Paola Pérez y Viviana Garzón, transmiten un sentir
en sus obras que, aunque independientes, imprimen por estos días un espíritu
muy femenino a la Galería Alonso Garcés. Allí se exhibe una serie de
imágenes fotográficas, al lado de dos trabajos de joyería contemporánea.
Cada muestra cuenta un relato tan metafórico como artístico.
Cantos de Ana María Rueda recurre al simbolismo del
agua para aludir a una profundidad introspectiva. La serie de imágenes
fotográficas documenta el proceso de acercamiento al arte de un grupo de
niños y jóvenes, en un taller de expresión creativa en 2002. En ese espacio
de libertad, la relación con las obras se dio como un reflejo de las
vivencias personales. "Me quedaron como le queda a uno un cuento cantado,"
afir a la artista.
Cada fotografía fue sumergida en el medio líquido y
refotografiada. El efecto de ensoñación plasma todo un mundo individual que
se deja entrever a través de los rostros y las miradas infantiles. "Me
hablaron de esa inmensa responsabilidad que
tenemos todos los adultos de Colombia hacia los niños y jóvenes. Quise que
estas imágenes sirvieran de canal para que otras personas pudieran conocer,
a través de sus miradas, sus historias".
Tomado del periódico El Espectador,
5 de diciembre de 2004
VISIONES FRAGMENTADAS
La artista colombiana Ana María Rueda plantea una
nueva aproximación a la imagen a través de la fotografía. Su propuesta
aparece en la sala de proyectos del Museo de Arte Moderno de Bogotá en
cuatro enormes fotos, tamaño mural, donde la artista fragmenta la visión en
tres de estas y recurre a la manipulación digital para crear espacios
sugestivos. La idea es asociar las imágenes con la memoria o hechos
placenteros. Rueda titula la serie Salto. En ella pretende reproducir
el instante de la acción misma al captar la imagen con una cámara desechable
bajo el agua y proyectar la sensación del cuerpo mirado desde abajo hacia
la superficie. Busca ilustrar una sensación personal que desea
guardar en la memoria, con el ánimo de hacer un cruce entre los sentidos y
fusionar vida y muerte.
A lo largo de sus 20 años de trayectoria, Rueda ha realizado
veinte exposiciones individuales y ha participado en más de cuarenta
colectivas. Entre los galardones que ha recibido se destaca la mención de
honor en el XXX VI Salón Nacional de Artistas, de 1996. Su obra se ha
exhibido en escenarios internacionales como la Sala Francés Wo, en Londres,
así como también en las más importantes galerías del país.
Tomado del periódico El Tiempo, 2 de
noviembre de 2005
Ana Maria Rueda
Recuento
Critica2
CRITICA
ANA MARIA RUEDA Y LAS LEYENDAS DEL FUEGO
por William Ospina
Cuántas veces, al entregar a, las llamas viejos papeles, cartas privadas, diarios, hemos visto ese color singular que pone el fuego en las hojas, y no hemos pensado sin embargo que el fuego pinta, que está haciendo surgir un hecho estético. Dante, al describir el modo como se enlazan en el infierno un hombre y una serpiente, y al insinuar que hay una zona de sus cuerpos en que empiezan a convertirse uno en otra, los compara con el papel que está siendo devorado por el fuego, y con esa zona donde ya ha desaparecido la blancura pero que todavía no se ha vuelto negra. Esos amarillos, esos ocres, esos colores que tienen todavía algo de la luz y ya algo de la tiniebla, esos bordes tostados del papel roto por la brasa, donde anida todavía el olor del incendio, esas regiones que orillaron el fin, y que quedaron a mitad de camino entre la plenitud y la destrucción, son los puntos de partida de la búsqueda que ha emprendido Ana María Rueda, la evanescente materia de estas obras. A partir de ellas ha extendido su curiosidad sobre las formas orgánicas que son el alimento favorito del fuego.
Aquellos árboles derribados por la vejez o por las invasiones de la ciudad, ese eucalipto decrépito del Parque Nacional, ese firme pino de la sabana habrían podido seguir su destino corriente, y convertirse en paredes o muebles, o en la luz y la tibieza de unas noches humanas. Ana María Rueda los convierte en objetos de su reflexión y de su indagación. Aquí están: gruesos tablones cuadrados, arqueados, duros, balsámicos; dócil geometría que se ofrece a la sensibilidad y a las curiosidades del arte. La artista los corta, los altera, los pinta de blanco o de plata, los toca con hierros encendidos, sopla llamas sobre ellos. La rodean trozos de un bosque aparentemente vencido, vestigios poderosos de seres que siguen vivos más allá de la fragmentación, que no pueden morir sino sólo saltar en pedazos, crecer de otro modo, dar de otra manera a la imaginación sus hojas y sus frutos.
Origen del carbón, del papel, del grafito, la madera sirve para escribir y para que se escriba sobre ella. Es la página, el lápiz, el lenguaje y el cuento. Ensamblados en un amplio mosaico, los tablones insinúan paisajes, nos muestran a su modo el bosque silencioso del que salieron, con los trazos que ha grabado sobre ellos el hierro que corta o que quema. Sugieren deshojados bosques de invierno, llanuras blancas rayadas por siluetas de árboles, cielos de bruma cruzados por los cuervos.
Pero el ojo sabe que la silueta de ese tronco ilusorio es un surco violento que una mano trazó en la madera, que ese cuervo insinuado es en realidad una pequeña zona ennegrecida por el rojo del hierro. En estas duras páginas los pájaros de fuego han dejado las huellas de sus patas, la herida de sus picotazos, el roce negro de las plumas. Ana María Rueda parece danzar entre trozos de árboles, hierros candentes, lanzallamas. Quiere tocar el límite donde lo que se consume renace, donde lo que se gasta se perfecciona.
También el escultor parece destruyendo cuando arranca con violencia trozos al bloque de piedra y libera a la forma cautiva. También hay un desorden de sonidos en la sala del músico que ordena las frases y armoniza, también hay violencia en las palabras que tacha y desplaza el poeta. Ana María Rueda ama la madera y ama el fuego que la muerde, quiere sentir el poder de lo que raya y rasga, ver la labor de lo que rompe y quema. No es el arte apacible del pintor que acaricia con el pincel la superficie lisa, es el arte tormentoso de quien interroga impresiones más fuertes, modos más perdurables que tienen los elementos de obrar sobre las sustancias. Lo que hacen sobre la materia vegetal el hierro y el fuego, lo que hacen continuamente sobre la vida el ardor y la dureza. Estamos enfrentados a la guerra de los elementos; el sufrimiento está presente, pero es lo suficientemente abstracto para que el dolor nos eduque sin herirnos, como lo quiso siempre el arte. "Tras arder siempre nunca consumirse" escribió Quevedo. Y estos trozos de madera que se ordenan en paisajes tensos y sugerentes, o en columnas cubiertas de inscripciones, en totems indescifrables, que aquí sugieren austeros paisajes orientales, allí superficies de signos, que se unen y se abren como libros cargados de escrituras poderosas, de alfabetos mágicos, son imagen de la labor de un fuego que arde pero no consume, que inscribe figuras y dispone músicas, que no impone un sentido y sin embargo se deja sentir, que obra poderosamente en nosotros.
Tras la rudeza del proceso, la serenidad del resultado. Las obras nos permiten ignorar u olvidar que su conquista costó fuego y ceniza. Este arte que queremos mirar y palpar, no busca ser leído ni descifrado, pero armoniosamente nos trasmite su intensa y delicada poesía. Son esquirlas del enorme taller de la naturaleza, donde la creación y la destrucción luchan sin fin, y frecuentándolas volvemos a sentir cómo la parte puede contener al todo, cómo la luz se alimenta de oscuridad, cómo el beso del fuego aniquilador puede ser también el comienzo de una forma y el nacimiento de un lenguaje.
William Ospina
Tomado del Folleto: Ana María Rueda - Fuego
Museo de Arte Moderno de Bogotá - 1999
Ana Maria Rueda
Como artista, mujer de hogar y ser humano, cree en la autenticidad del individuo, en una vida espontánea sin condicionamientos, en lo no aprendido, en aquello que sale del corazón en un instante y que permite que cada día se logre ser más joven.
Por eso su trabajo y su vida cotidiana van ligados y están orientados por esta única filosofía. Ana María pinta como siente, como asume el mundo y las circunstancias en que se mueve. Se viste de igual manera: "Me visto como me siento, sin premeditación de ninguna clase. Me visto sin estilo dentro de mi estilo, pues no me gusta encasillarme dentro de nada y tampoco que me comparen con nadie. No sigo ninguna moda y tampoco me interesa estar dentro de ella".
Cada día, frente al espejo, Ana María trata de encontrarse a sí misma, vistiéndose con colores o prendas que reflejen sus sentimientos en ese mismo instante: "Algún día me visto muy elegante, otro día invento un atuendo nuevo, con cosas nuevas o viejas, me da igual".
Esta forma desprendida de vivir y de vestir le ha dado un estilo único, que también se refleja en su entorno: "En mi casa todo es hecho por mí, pinto los muebles, las paredes, las mesas. Así voy haciendo las cosas, poco a poco".
Ana María Rueda se proyecta en su mundo cotidiano de una manera libre, original y armónica, que le brinda una gran alegría.
Revista Semana
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